"No puedo dejar de pensar en ellos cuando veo que ciertas oficinas de abogados se precian de no conocer límites,...
Renta básica universal e inteligencia artificial (parte 3)
«Si el privilegio de liberarse de las cadenas del hambre se extendiese a toda la humanidad, una revolución intelectual y social profunda podría llevarnos hacia el jardín del que un día fuimos expulsados».
Carlos Amunátegui - 15 junio, 2020
Carlos Amunátegui Perelló
Este panorama —expuesto en las columnas anteriores—, que se ve probable en el mediano plazo, es delicado y obliga a repensar nuestro sistema social completo. Las tensiones que un sistema social percibido como injusto puede generar son inmensas. Como sostenía Douglas North, el costo de mantención de un sistema social es inversamente proporcional a la legitimidad percibida. Así, si la acumulación de ingresos en pocas manos es interpretada como una deslegitimación del sistema social, sólo quedan dos alternativas, la represión brutal o la cancelación del orden político y económico imperante.
En un mundo con cientos de miles de personas a quienes les resulta imposible encontrar un empleo, es necesario replantearse el rol del trabajo en nuestra sociedad. La ética protestante transformó este castigo divino en un signo de salvación. Se desarrolló una ética del trabajo, una santificación del mismo, que lo pone en el centro de la realización personal. El trabajo es más importante que la familia, que la paternidad, que la pareja, que la vida.
Todo debe posponerse en el servicio a ese dios poderoso y celoso, el único que otorga dignidad y que provee de lo necesario para no morir de inanición. Su divinidad, entonces, se fundamenta en dos atributos, su rol material, como dispensador de medios necesarios para la vida, y su sentido espiritual, como dignificador de la existencia. En un mundo donde el trabajo se transformará en un bien crecientemente escaso, es mejor retirarlo del altar y revocar su divinización, no sea que el infierno material y moral a que esta deidad condena a sus disidentes termine tan rebosante que haga estallar el orden social y político.
La vida es un derecho, y como tal debe garantizarse más allá de la posibilidad actual de ejercer un trabajo remunerado. Un mundo en donde todos pueden vivir, aunque sea modestamente, sin que el hambre o la falta de cobijo nos amenacen constantemente y nos obliguen a someternos, transando nuestra libertad y tiempo vital por los medios para evitar tan triste destino, es una aspiración que merece ser considerada seriamente.
En un mundo tal, donde la necesidad de ganar el pan con el sudor de nuestras frentes no exista, cosas que hoy no tienen una remuneración pecuniaria, pero que son socialmente relevantes y espiritualmente gratificantes, como el cuidado de nuestros hijos, las artes, la búsqueda de la verdad y el auxilio a los más débiles, pueden transformarse en las actividades que otorguen estatus y prestigio social. Dicen que en todo notario están las ruinas de un poeta. Si la vida no dependiese de realizar un trabajo remunerado, tal vez de esas ruinas volverían a brotar flores.
Ante este problema es que existe una creciente presión a favor de el establecimiento de un ingreso universal garantizado. Esta idea es vieja, ya fue planteada en la década de 1960 como respuesta al avance tecnológico y fue probada parcialmente en las Speenhanland laws del siglo XVII en la Inglaterra isabelina, e incluso podría decirse que la annona romana establecida por Cayo Graco apuntaba en tal dirección.
Tanto desde la vereda neoliberal, como en la izquierda extrema se ha planteado su necesidad y hoy en día hay países que experimentan con ella, como Finlandia, aunque todavía no es la tendencia generalizada a nivel mundial. La idea es simple, otorgar a cada individuo una renta básica suficiente como para sacarlo de la línea de la pobreza. Si bien es una idea cara, hay notables ahorros que se permitirían al Estado a través de ella, toda vez que al eliminar la pobreza de un plumazo, todo el gasto social dirigido a superarla sería innecesario. Por lo demás, la criminalidad descendería de manera dramática, puesto que al desaparecer la pobreza material, el ambiente que genera la delincuencia ligada a la miseria también se evaporaría. La recaudación tributaria para financiar tal iniciativa debería provenir justamente de aquellas empresas que concentrarán mayor riqueza a través de la aplicación de inteligencia artificial, las cuales, a su vez, se verán beneficiadas por una mayor capacidad de consumo de la población, una caída en la criminalidad y una mayor percepción de legitimidad del sistema político, que se haría crecientemente estable.
Ahora bien, aunque el ingreso universal garantizado no solucionaría necesariamente el problema de la concentración de la riqueza, toda vez que la rentabilidad del capital aumentará con la aplicación de tecnología a los medios de producción, mientras que las rentas del trabajo disminuirán con la escasez del mismo, sí tiene la fuerza suficiente como para que tal concentración no sea penosa para la población.
Es posible que un mundo donde el hambre no nos obligue a trabajar, algunos dediquen sus esfuerzos a actividades socialmente nocivas, pero creemos que ésta no será la tendencia general. Las aristocracias del Antiguo Régimen no tenían necesidad alguna de dedicarse a trabajar para vivir, pero no por ello se transformaron en una banda de criminales. Más bien, gracias a su gusto y mecenazgo nació la Ilustración. Si el privilegio de liberarse de las cadenas del hambre se extendiese a toda la humanidad, una revolución intelectual y social profunda podría llevarnos hacia el jardín del que un día fuimos expulsados.
Carlos Amunátegui Perelló es doctor en Derecho patrimonial por la Universidad Pompeu Fabra, profesor en la Universidad Católica de Chile y profesor visitante en las universidades de Osaka y Columbia. Recientemente publicó el libro Arcana technicae, Derecho e Inteligencia Artificial (Tirant Lo Blanch, 2020).
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