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miércoles, 24 de abril de 2024

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Renta básica universal e inteligencia artificial (parte 1)

“Nuestro esquema valórico se encuentra en serio riesgo de quedar obsoleto a partir de la emergencia de nuevos sistemas tecnológicos que son capaces de desplazar las labores productivas fuera del campo humano”.

Carlos Amunátegui - 28 mayo, 2020

Carlos Amunátegui
Carlos Amunátegui Perelló

El mundo temprano moderno tendió a dar un rol central dentro de nuestro esquema social al trabajo, garantizando a esta actividad un papel importante en la vida ultraterrena. La reforma protestante lo impuso como señal de salvación, mientras que Marx le asignó el papel de generador de valor, y por ende, lo transformó en el ábside de la vida económica.

Existe una nutrida vida moral que gira entorno al trabajo, que se yergue como deidad soterífica y cuyo resultado final fue el surgimiento del capitalismo a gran escala. El trabajo determina quién vive y quién muere en nuestro sistema económico social, siendo el único mecanismo legítimo para garantizar el sustento. Quien no trabaje por su pan es un mendigo o un abusador, ambas figuras despreciables en nuestro imaginario colectivo.

El trabajo es un derecho -y en muchas constituciones incluso un deber- que debe ser garantizado por el Estado mediante una política económica que tienda al pleno empleo. Sobre la realidad simple de quien no trabaja no come, poco vale argumentar a favor del altruismo, la búsqueda de la verdad o la belleza. Nuestro mundo es frío y poco amigable con el hereje moral.

Ahora bien, nuestro esquema valórico se encuentra en serio riesgo de quedar obsoleto a partir de la emergencia de nuevos sistemas tecnológicos que son capaces de desplazar las labores productivas fuera del campo humano. Naturalmente, nos referimos a las llamadas inteligencias artificiales.

No es que nos encontremos ad portas del surgimiento de alguna clase de entidad capaz de razonar de un modo asimilable a los seres humanos –de hecho el nombre de la disciplina es bastante deficiente-, sino que los sistemas de manipulación simbólica actualmente diseñados en base a redes neuronales y mecanismos más tradicionales, son capaces de ejecutar muchas tareas que tradicionalmente requerían por parte del agente de inteligencia.

Para esto, se valen de mecanismos que imitan el modo en que se creía que funcionaba el cerebro en la década de 1950, conocidos como redes neuronales. Dichas redes, básicamente, realizan correlaciones entre elementos de entrada y resultados, los cuales pueden ser varios tipos, como clasificaciones y predicciones.

Su conocimiento no se encuentra pre-programado, como en la informática tradicional (también llamada simbolista), sino que es inferido de los datos con que se entrena a la red, sirviéndose de un algoritmo de aprendizaje conocido como retro-propagación.

Así, cuando se entrena a la red, en la medida que ésta comete errores en sus clasificaciones o predicciones, el mecanismo de la retro-propagación corrige estos yerros y modifica la red para que el nuevo resultado sea correcto. Parece simple, pero cuando el proceso es repetido miles o millones de veces, el producto final puede ser asombroso.

Los modelos algorítmicos han demostrado que pueden llegar a resultados equivalentes o superiores a los humanos en ciertos dominios, como el reconocimiento de patrones o los juegos, lo cual los convierte en herramientas poderosas que han sido denominadas inteligencias artificiales estrechas o acotadas (Narrow Artificial Intelligence), que pueden resultar en una creciente automatización de diversas labores productivas hasta el punto de provocar una nueva Revolución Industrial.

Un ejemplo es la conducción de automóviles. Hasta ahora, este era un dominio reservado a los seres humanos, quienes al ponerse delante de un volante utilizan sus percepciones visuales y auditivas para, en base a su representación del entorno, y teniendo en cuenta las normas del tránsito, realizan una serie de acciones mecánicas que les permiten llevar el vehículo de un punto a otro. Todas estas acciones parecen automatizables.

Las percepciones pueden ser obtenidas por medio de sensores; la representación del ambiente puede ser obtenida con mapas detallados vía GPS y las normas del tránsito pueden ser directamente programadas al dispositivo, amén de agregarse cientos de miles de horas de entrenamiento en situaciones reales o simuladas donde el modelo aprende como reaccionar en situaciones imprevistas.

El resultado puede ser una conducción más respetuosa de las reglas del tránsito y más segura, lo cual podría salvar miles de vidas que quedan diariamente destrozadas producto de accidentes del tránsito. Es más, aunque las inversiones necesarias para conseguir este resultado son vastas, una vez que se logre la automatización, será cuestión de transferir dicha información a un simple terminal en cada vehículo para que éste sea capaz de operar automatizadamente.

Evidentemente, esto revolucionará nuestros sistemas de transportes y, tal vez, nuestro modelo de ciudad, toda vez que los automóviles automatizados pueden estar en servicio todo el día y no necesitan mantenerse ociosos mientras el conductor realiza otras labores. El costo de transportar pasajeros, al no incluir el de conducción, sería equivalente al precio del combustible, el costo del capital invertido, la depreciación estimada y un adicional de rentabilidad (digamos un veinte por ciento).

El resultado es un fracción del valor de un taxi actualmente, tal vez una tercera parte del precio actual (o menos). Con menos vehículos circulando, las calles estarían menos congestionadas, sería necesario menos espacio para estacionar, las aceras podrían ensancharse y la contaminación ambiental disminuirse. Las ciudades se volverían más humanas y estarían menos dedicadas a los automóviles que a los peatones.

Aunque las consecuencias parecen vastamente positivas, existe un problema evidente, hoy por hoy el transporte es una fuente masiva de empleos. ¿Qué pasará con todos esos trabajadores?

 

Carlos Amunátegui Perelló es doctor en Derecho patrimonial por la Universidad Pompeu Fabra, profesor en la Universidad Católica de Chile y profesor visitante en las universidades de Osaka y Columbia. Recientemente publicó el libro Arcana technicae, Derecho e Inteligencia Artificial (Tirant Lo Blanch, 2020).

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