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viernes, 28 de febrero de 2025

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La paradoja del recurso de nulidad laboral y los tiempos de respuesta

“¿No es acaso el momento de asumir que la celeridad no puede ser solo un discurso, sino una práctica efectiva que discipline a los litigantes y devuelva a las Cortes el control del proceso que les corresponde?”.

Diego Palomo Vélez - 26 febrero, 2025

En el entramado del sistema judicial chileno, los recursos de nulidad laboral se presentan como un instrumento que, en su diseño teórico, persigue un delicado equilibrio entre la celeridad procesal y la garantía de un control jurídico adecuado. Sin embargo, lo que debiera ser un mecanismo de precisión revela, en su aplicación práctica, una paradoja tan sutil como perturbadora. Las Cortes, investidas de la responsabilidad de resolver estos recursos, se encuentran constreñidas —y en no pocas ocasiones se autolimitan aún más— a un análisis que gravita casi exclusivamente alrededor de cuestiones de Derecho, dejando un espacio prácticamente inexistente para cuestionar el juicio de hecho que el tribunal de instancia ha asentado con autoridad.

nulidad laboralDiego Palomo

Este esquema, que erige los hechos en una fortaleza inexpugnable bajo el venerable estandarte de la inmediación y la centralidad del juicio, se reviste de fórmulas sacramentales que, con una elegancia repetitiva, despachan estos recursos con una celeridad que poco tiene de deliberativa y mucho de rutinaria.

Se ha justificado que la lógica que sostiene esta arquitectura parece, en un primer vistazo, razonable y hasta prudente: se trataría de impedir que el sistema sucumba al peso de revisiones exhaustivas que transformarían a las Cortes en una segunda instancia plena, asegurando así que las decisiones de los tribunales de base adquieran un grado elevado de definitividad. Este enfoque, además, responde a un propósito práctico que no puede desdeñarse: evitar que los procesos queden atrapados en una espera interminable, pendientes de un fallo superior que, en la mayoría de los casos, no altera sustancialmente lo ya resuelto.

De este modo, se preserva el valor de lo decidido en la instancia, donde los tiempos han sido acotados para responder a la urgencia propia de las controversias laborales (sin perjuicio de algunos retrocesos generados por la sobrecarga de trabajo), y se refuerza la apuesta por una justicia que no se diluya en un laberinto recursivo. Sin embargo, este propósito, tan plausible en su formulación, se topa con una dinámica que lo desmiente en los hechos y lo convierte en un ideal más retórico que efectivo.

Lejos de propiciar una justicia ágil, el sistema se ve atrapado en una maraña de maniobras procesales que desvirtúan su esencia. Las recusaciones y suspensiones, planteadas con una frecuencia que raya en lo sistemático por parte de los litigantes, transforman las causas —incluso aquellas que han superado las primeras etapas y han sido puestas en tabla— en verdaderas travesías cuya resolución se extiende por meses. Este abuso del proceso, tolerado con una laxitud que sorprende en algunas Salas, pone en entredicho la capacidad de las Cortes para imponer un ritmo que discipline las tácticas dilatorias.

Cabe preguntarse, entonces, con un dejo de incredulidad: ¿no se había sostenido, con una mezcla de orgullo y certeza histórica, que la justicia moderna había dejado atrás aquella visión decimonónica en la que las partes ejercían un dominio casi absoluto sobre el proceso, moldeándolo a su conveniencia y dictando su tempo con una libertad que hoy debería parecer anacrónica?

El resultado de esta dinámica es una fisura que compromete no solo la eficiencia del sistema, sino también la confianza en la calidad de la justicia impartida. Si la celeridad y la efectividad son los pilares proclamados de esta estructura, ¿cómo se explica que los procesos, en lugar de avanzar con la fluidez prometida, se estanquen en un escenario de estrategias procesales que las Cortes parecen incapaces —o renuentes— de controlar?

La actuación de los litigantes emerge aquí como un factor determinante, un actor cuya conducta desborda los límites de la legítima defensa de intereses para instalarse en un terreno de aprovechamiento táctico que el sistema no logra contener. Este fenómeno no solo retrasa indebidamente la resolución de los recursos de nulidad laboral, sino que afecta de manera directa a los trabajadores y empleadores, cuyos derechos e intereses, por su naturaleza, demandan una respuesta pronta y cierta.

Es imperativo, por tanto, volver la mirada hacia reformas legales puntuales que aborden de manera directa el problema de las recusaciones y suspensiones en el contexto de los recursos de nulidad laboral. Estas reformas, que no requieren de una inversión en recursos materiales, podrían descansar en un consenso amplio entre los actores del sistema judicial, dado el carácter evidente del problema y la urgencia de sus implicancias.

Una posibilidad sería reformar, para limitar al máximo, en el orden jurisdiccional laboral, las posibilidades de recusación y suspensiones. Incorporar la institución del abandono del recurso, unido a la condena en costas. Asimismo, podría reforzarse el rol de las Cortes en la identificación y sanción de conductas que, bajo la apariencia de un ejercicio legítimo del derecho, encubren un propósito obstructivo. La justicia laboral, por la sensibilidad de los intereses en juego —el sustento de las personas, por ejemplo—, no puede permitirse tiempos de respuesta que se prolonguen más allá de lo razonable por la sola acción abusiva de los litigantes.

En este sentido, la mejora en el desempeño de las Cortes, al menos en lo que respecta a los tiempos de respuesta, no solo es una meta alcanzable, sino una necesidad apremiante. La naturaleza de las controversias laborales exige que el sistema judicial esté a la altura de las expectativas de rapidez y certeza que lo justifican. De lo contrario, el riesgo no es menor: una justicia que, atrapada en las redes de la ineficiencia, termina traicionando su propio mandato y dejando a quienes dependen de ella en un estado de incertidumbre que poco tiene de justo. ¿No es acaso el momento de asumir que la celeridad no puede ser solo un discurso, sino una práctica efectiva que discipline a los litigantes y devuelva a las Cortes el control del proceso que les corresponde?

 
Diego Palomo es profesor titular en la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de la Universidad de Talca.

 
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