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viernes, 22 de noviembre de 2024

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La bochornosa regulación de las Apps de movilidad en España

«Lo que debería haber sido el punto de partida de una regulación que favoreciera la libre elección de los ciudadanos a decidir cómo movilizarse, bajo estándares claros, entendibles, modernos y apegados a la realidad, podría terminar en un fiasco para el sector del transporte de pasajeros».

Claudio Soto C. - 5 octubre, 2022

El pasado 30 de septiembre terminó de regir en España el llamado Decreto Ábalos (Real Decreto 13/2018) —en referencia al ex ministro de Transportes José Luis Ábalos—, que tenía como objetivo ordenar el transporte terrestre en materia de arrendamiento de vehículos con conductor (VTC), además de garantizar el adecuado equilibrio entre la oferta de servicios bajo esa modalidad y la que representaban los taxis, quienes se encontraban amparados en las licencias otorgadas por los municipios, o bien, en autorizaciones de viajes en automóviles de turismo.

El Decreto supuso dar un marco legal a una problemática que estaban experimentando distintas ciudades europeas con la irrupción de plataformas como Uber o Cabify y que habían generado fuertes, y en algunos casos violentas, protestas de los taxistas, que veían cómo un nicho que creían haber ganado con los años, por cuanto no tenían competencia alguna, empezaba a sufrir serios trastornos, principalmente económicos. Con el Decreto se buscaba, pese a los reclamos, hacer convivir dos modalidades de transporte de pasajeros, principalmente en los núcleos urbanos, a la vez de conceder un plazo de 4 años para que las empresas o particulares que habían adquirido licencias de Apps de movilidad pudieran continuar prestando sus servicios; pero que una vez transcurrido ese período, cada comunidad autónoma debería regular. El plazo se cumplió.

Sin embargo, y al parecer, el remedio fue peor que la enfermedad. Lo que hizo el Decreto fue, en cierta medida, postergar y dejar en manos de cada gobierno autonómico la solución a una realidad inevitable para todos los campos del quehacer humano y en todas las partes del mundo con la aparición y desarrollo de cientos de aplicaciones móviles que hoy en día son utilizadas no solo en el transporte sino que también en áreas tan diversas como la banca, medicina, educación, comercio o medios de comunicación. Nadie, ni menos un gobierno o sector, puede estar ajeno a un fenómeno tecnológico global, por tanto, la necesidad de adaptarse era un hecho imprescindible tanto para los ciudadanos, que generalmente lo visualizan antes, como para las empresas o grupos que ofrecen bienes y servicios.

La respuesta de los gobiernos autonómicos, sin embargo, ha sido dispar y bochornosa, por cuanto las modificaciones regulatorias del sector terminaron con ordenanzas que se discutieron y publicitaron a pocas horas de vencer el plazo perentorio que establecía el Decreto Ábalos, con una clara protección de los sectores que más presionaron, lo que ha generado no solo incerteza jurídica en este servicio, sino que una deficiente y desigual respuesta para la ciudadanía, acostumbrada hace mucho tiempo —sobre todo los más jóvenes— a las nuevas formas de movilidad. A esto se suma también la incerteza para más de 20.000 trabajadores y trabajadoras asociadas al sector de las VTC, que hoy ven peligrar su fuente de trabajo directa e indirectamente.

Madrid, una de las primeras comunidades que avanzó con celeridad frente a la disyuntiva, decidió llevar adelante una ordenanza que permitiera hacer convivir en armonía las más de 15.000 licencias de taxis con posibilidad de prestar servicios urbanos y las más de 7.000 autorizaciones de VTC, cuya expansión, muchas veces amparadas por resoluciones por la vía judicial, amenazaban —según las autoridades— las vías estructurales de tráfico de la capital así como las zonas aledañas de estaciones e intercambiadores de transporte. De esta forma, se establecieron normas para el uso de las arterias públicas, la circulación y el estacionamiento de los VTC; la protección de las personas usuarias del servicio y los deberes de quienes prestan el mismo, junto con una modalidad para la presentación de reclamaciones.

Sevilla, en tanto, decidió fijar zonas de protección en las que se prohíbe la entrada de los VTC sin un servicio precontratado, como puertos, aeropuertos, terminales de buses o de trenes, así como hospitales, centros comerciales o de ocio, hoteles de menos de 4 estrellas, sedes judiciales y lugares donde se desarrollan eventos deportivos, culturales o sociales. Es decir, todos aquellos sitios que históricamente concentran una mayor demanda de servicios de transporte y en donde se dan los mayores conflictos con los taxis tradicionales. Asimismo, prohíbe la geolocalización previa a la contratación por parte del usuario, lo que le impedirá a este tomar una decisión sobre cuál es su mejor opción para movilizarse, además de nuevas características técnicas para los vehículos VTC, como que sean de color negro, que no tengan rótulos publicitarios y que cumplan con algunas medidas predefinidas —de alta gama (4,9 metros), híbridos/ Eco (4,7) o de cero emisiones (4,5)—.

Vehículo de la empresa Bolt

Sin embargo, ha sido en Barcelona donde se presentan los mayores problemas. En esta comunidad la regulación autonómica decidió, al parecer, sucumbir a la presión de los taxistas que buscan seguir operando a su total antojo y condiciones. La capital catalana —donde operan unos 10.000 automóviles negros y amarillos— es un mercado altamente atractivo para las VTC, puesto que concentra millones de turistas y la realización de eventos mundiales de la más diversa índole, por su ubicación estratégica en Europa y su cercanía con el Mediterráneo.

Aquí el Govern, que muchas veces se promociona como impulsor de políticas públicas innovadoras, se decidió por soluciones poco entendibles y claramente discriminatorias, como exigir un rango mínimo de 4,90 metros a los automóviles VTC, que solo cumplen aquellos de alta gama o de transporte colectivo, como transfers (y no los que operan hoy en la ciudad condal), afectando a miles de conductores particulares y de empresas que operan servicios de las plataformas como Cabify o la nacida en Estonia Bolt, que en un ingenioso recurso publicitario decidió alargar sus vehículos con una suerte de parachoques homologado (en la fotografía). Así la norma se convirtió en un verdadero traje a la medida para el sector del taxi.

La decisión, catalogada por los expertos como inédita, por cuanto supone aumentar la recarga vial por la longitud de los vehículos y, además, contravenir la mirada de la Unión Europea de contar con medios de transportes más pequeños y sostenibles, no deja de ser interesada y poco ortodoxa. Es decir, se trata de una forma indirecta de restringir al máximo la operación de este tipo de vehículos, que han ganado una amplia aceptación entre sus habitantes y visitantes, sobre todo extranjeros ya habituados a las Apps de movilidad, quienes continuamente reclaman abusivos precios y malas prácticas de los taxistas, sobre todo en las zonas de alta demanda como aeropuertos, puertos, estaciones de trenes y lugares de ocio. La ciudad vive por y para el turismo, y para ello necesita contar con formas de movilidad transparentes y bien pensadas.

Lo que aquí ha ocurrido es lamentable. Lo que debería haber sido el punto de partida de una regulación que favoreciera la libre elección de los ciudadanos a decidir cómo movilizarse, bajo estándares claros, entendibles, modernos y apegados a la realidad, podría terminar en un fiasco, más aún cuando las ordenanzas —sobre todo las que dicen relación con la fiscalización del tamaño de los vehículos— terminan siendo impracticables para las policías locales que, considerando tanto la falta de recursos y personal como que finalmente se trata de un conflicto entre particulares, prefieren destinar su labor a otros servicios más apremiantes para la población, como la seguridad ciudadana o la prevención de los delitos. Así ha quedado demostrado, por ejemplo, en Barcelona, tras los primeros días de vigencia de las nuevas normas.

Cuando era imprescindible avanzar con claridad —más todavía cuando en varias partes del mundo se ven los mismos problemas y se mira esta experiencia— se optó por el camino corto. Aquí falló el Gobierno central al desentenderse de una realidad apremiante y no leer las expectativas ciudadanas que hoy, por ejemplo, tras la pandemia y una crisis económica latente, no puede acceder a la compra de un vehículo particular; han fallado las autoridades autonómicas al regular de manera apresurada en tiempos electorales; han fallado los grupos de presión, que quieren mantener —basados en las primitivas acciones como movilizaciones y paralización de las ciudades— el status quo, sin ofrecer alternativas de un mejor servicio y trato con el pasajero frente a la competencia; han fallado las propias aplicaciones, por no clarificar su tipo de operaciones en el país, sus ganancias económicas, aportes tributarios o el desarrollo de sus plataformas de cara a los clientes, por ejemplo, frente a la decisión unilateral de cancelación de un servicio o reserva, y han fallado las empresas del rubro de las VTC, que tampoco han sabido explicitar por qué son una alternativa de transporte realmente competitiva que se aviene con los nuevos tiempos y realidades.

 
* Claudio Soto Coronado es periodista y egresado de Derecho. Trabajó en el Ministerio de Justicia de Chile durante 10 años y luego fue Director de Comunicaciones de la Fundación Paz Ciudadana por 5 años. Hoy es Director para Europa de Idealex.press.

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