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No olvidemos a Andrés Bello
«No puedo dejar de pensar en ellos cuando veo que ciertas oficinas de abogados se precian de no conocer límites, de “ir con todo” en la defensa de sus clientes, y que hacen de esa ausencia de autocontrol un elemento fundamental de su política de atracción de nuevos casos. Si algún día leyeran el Gorgias de Platón, descubrirían con horror no solo qué daño causan a Chile y sus instituciones, sino también, para su sorpresa, qué daño se causan a sí mismos».
Joaquín García-Huidobro - 21 noviembre, 2024
Que este último año ha sido malo para el prestigio de la profesión ya lo sabemos. Lo que ignoramos es cómo saldremos de esta situación difícil, que no tiene que ver simplemente con un interés gremial, sino que afecta a todo el país. Como no tengo la solución, me limitaré a reseñar algunas prácticas que, al menos vistas desde la distancia, me parecen discutibles, imprudentes o incluso ilegales y que valdría la pena que intentáramos corregirlas.
Quiero comenzar con el poder judicial. Y lo primero es decir que tenemos una abrumadora mayoría de jueces honrados y trabajadores. Sin embargo, muchos han incurrido en un error que me parece grave: se han olvidado de don Andrés Bello y de buena parte de nuestra tradición jurídica. Concretamente, han hecho suyas ciertas teorías filosóficas que los han llevado al sistemático desprecio de la ley. Harían bien en leer el Critón, un diálogo breve y sencillo que escribió el joven Platón. Allí Sócrates, a quien sus amigos invitan a huir de prisión y salvar la vida, explica por qué es necesario obedecer la ley incluso cuando eso signifique sufrir un grave daño.
Con este desprecio de la ley no me refiero solo a casos grotescos, como las sentencias que transforman la naturaleza o el alcance de los fallos de la Corte Suprema, sino a cuestiones más sutiles, como el hecho de que un tribunal de casación como este se haya transformado, en la práctica, en una tercera instancia.
Aquí debo mencionar, aunque para ustedes sea incómodo, el abuso del recurso de queja. Sin este recurso se cometerían muchas injusticias, pero la práctica actual desnaturaliza esa institución, que está pensada para casos especialmente graves. Se altera el carácter de nuestro tribunal supremo o recarga innecesariamente a las cortes de apelaciones en el caso de los arbitrajes. Ciertamente existen algunos árbitros corruptos o particularmente ineptos, pero me cuesta creer, por ejemplo, que cerca del 50% de las sentencias arbitrales hayan incurrido en “faltas o abusos graves” (cf. COT Art. 545). Hemos llegado a una situación tal que muchos abogados piensan que no están defendiendo adecuadamente a sus clientes si no presentan este recurso. Es un tema que hay que estudiar muy seriamente, mi tarea aquí es solo expresar una preocupación.
También están ciertas prácticas que olvidan que, en el derecho público, no es necesario que exista una prohibición expresa para que un órgano deba abstenerse de ellas. ¿Por qué, por ejemplo, la Corte Suprema debe tener un vocero? ¿No hablan los jueces simplemente por sus fallos? En todo caso, ¿no tiene ese tribunal un presidente? Se dice que ese vocero es necesario “para protegerlo”, ¿para protegerlo de qué?
Vamos a un caso más delicado, porque se trata de una práctica de la Corte Suprema que cuenta con el beneplácito de muchos de ustedes: no faltan destacados jueces que están orgullosos de ella y hay argumentos que la respaldan. Me refiero a la intervención de ministros de la Corte para producir una conciliación en causas de casación que ya han sido alegadas. Que lo haga un juez de primera instancia está previsto por la ley y podríamos decir que no supone una presión indebida, ya que las partes saben que existen tribunales superiores. La ley también faculta, aunque no obliga, a hacer otro tanto en las cortes de apelaciones. Sin embargo, si la Corte Suprema es un tribunal de casación, y no conoce de los hechos ¿tiene sentido que llame a las partes a conciliarse sobre los hechos? Me parece que esta es una facultad propia de los tribunales de instancia. Cuando leo el inc. 3 del artículo 262 del Código Orgánico de Tribunales no me parece que el legislador haya querido incluir en esa tarea a la Corte Suprema.
Pensemos en el sentido mismo de la norma, que debe ser coherente con el fin del ordenamiento jurídico. Les pongo dos ejemplos problemáticos: ¿qué libertad tiene el abogado de una parte que litiga contra el Estado cuando el miembro de uno de los poderes estatales lo insta a la conciliación en una causa donde piensa que tiene todas las posibilidades de ganar y no hay tribunal superior al que recurrir?
Asimismo, ¿qué pasa con la nulidad de derecho público? Hasta donde yo sé, los actos son válidos o nulos, no pueden ser nulos en un porcentaje. Aquí la parte que lleva las de ganar deberá renunciar a una parte porque a la Corte Suprema le pareció que está incurriendo en una ganancia excesiva. ¿No estamos ante una manifestación más de la tendencia de esa Corte a asumir nuevas tareas que exceden su carácter original y primordial de ser un tribunal de casación? Tan delicado es este asunto que el legislador debió establecer en el artículo 263 del Código de Procedimiento Civil una presunción de imparcialidad respecto de las opiniones que emita el juez en este ámbito, lo que exige ser cautelosos a la hora de ampliar esta práctica. Se trata de un tema difícil, pero al menos merecería una mayor discusión, aunque me temo que no será fácil encontrar a un abogado o profesor de derecho procesal que defiendan esta postura.
La necesidad de respetar nuestra tradición jurídica no impide, ciertamente, que haya cambios. Pero ellos deben darse dentro de la lógica del propio sistema y representar una evolución que se lleva a cabo de acuerdo con sus reglas, no una ruptura que no está jurídicamente legitimada.
En todo caso, la ley es un instrumento limitado y no puede resolver todos los problemas. Hay materias que deben ser dejadas al autocontrol de los interesados. Así, un juez no es un ciudadano cualquiera, él no solo debe ser imparcial, sino que debe evitar conductas que puedan ensombrecer esa imagen. A mí, al menos, me pondría muy nervioso saber que el juez que fallará mi causa ha comido innumerables veces con el abogado de mi contraparte. Las fronteras son difusas. Es necesario actuar con mucha prudencia, y exagerar, si cabe, en la sobriedad.
Otro tanto cabe decir de las audiencias del juez a una de las partes, que son presenciales y se realizan en el lugar adecuado. Pero nuestro legislador no podía pensar en que, un día, cualquier persona podría comunicarse con el juez de manera invisible para el resto. En estas materias no queda más que aplicar el buen sentido y preguntarse: ¿qué pasaría si se hiciera pública esta comunicación que estoy manteniendo?
Otras veces nos encontramos ante ciertas prácticas que en sí mismas no son malas, pero que entorpecen una adecuada administración de justicia. Siempre me ha llamado la atención la extensión de las sentencias judiciales. ¿Qué sentido tiene que haya algunas que superen las 300 páginas debido al tamaño de la parte expositiva? Como el tiempo es limitado y los tribunales están sobrepasados de trabajo, me parece que el hecho de que alguien invierta un tiempo del que carece en redactar fallos de tal extensión conspira contra la buena administración de justicia. Lleva, inevitablemente, a que los juicios se prolonguen y esto, lamentablemente, suele ir en perjuicio de la parte más débil en recursos económicos.
Nosotros pedimos de los jueces imparcialidad. No necesito aquí explicarles a ustedes qué entendemos por tal cosa, porque todos hemos experimentado en nuestra vida la sensación de impotencia y frustración como testigos o víctimas de una actuación sesgada, que no se ajusta a criterios que pueden ser admitidos por cualquier persona razonable, independientemente de su edad, condición o preferencias políticas. Quiero invitarlos a hacer un breve experimento mental. Imaginemos, por un momento, que el poder judicial o una instancia externa instituye un premio para la mejor sentencia que incluye una perspectiva socialcristiana, conservadora o, en un campo distinto del espectro político, una perspectiva “de clases”. Ciertamente nos inquietaríamos.
No negamos, por cierto, que en nuestra sociedad puedan existir conservadores, socialcristianos o marxistas, pero sabemos que esas posturas son una más entre muchas filosofías que pueden adoptar los chilenos y no nos parecería bien que ella fuera un criterio de decisión de conflictos entre partes. Ahora bien, si examinamos la página de nuestro poder judicial veremos que el pasado 24 de octubre se efectuó la premiación del “Cuarto concurso nacional de sentencias con perspectiva de género”. Sin embargo, las teorías de género (no me gusta llamarlas ideologías) no son filosóficamente neutrales, sino que corresponden a determinadas cosmovisiones.
No parece aceptable que el propio poder judicial establezca un premio que, en el fondo, significa un estímulo para que los jueces asuman una determinada postura filosófica. Entiéndase bien: los jueces, como todos nosotros, hacen suya una determinada filosofía, pero en sus sentencias deben mostrar que han resuelto el caso de acuerdo con la ley. Si esa solución coincide con una postura filosófica es accidental y no puede constituir una razón para premiarla. Por lo demás, no me parece estético que los jueces reciban premios, como no sea una vez que hayan jubilado o, de manera póstuma, cuando han perdido la vida como héroes de la justicia en el combate contra el narcotráfico o el terrorismo. Esto ha sucedido en otros países.
De más está decir que gran parte de la calidad de nuestra justicia se decide en el nombramiento de los jueces. Aquí, sin embargo, se produce una paradoja, porque precisamente los jueces sobrios, trabajadores y responsables, esos que carecen por completo de exposición pública, enfrentan especiales dificultades para ser seleccionados. ¿Por qué? Porque no son conocidos en las instancias políticas que tienen la última palabra en su nombramiento. Sin embargo, ese carácter reservado —el hecho de que sean unos desconocidos para los políticos y el público– debería ser un elemento especialmente relevante para elegirlos. En efecto, a un juez de los tribunales superiores no le pedimos que se haya destacado en la actividad gremial, ni que tenga una amplia red de contactos, sino que sea estudioso, ecuánime y trabajador.
Si esto es así, los parlamentarios debería ejercer su labor en esta materia con mucho más responsabilidad que hasta ahora. Por otra parte, harían bien en tener en cuenta que aquí el problema no es si la persona es de derecha o de izquierda, sino si estamos en presencia de un magistrado que ejercitará su tarea en el espíritu de Bello o, por el contrario, alguien que considera que su papel es ser una figura pública cuyas ideas son tan importantes que le permiten menospreciar la legalidad.
Por razones de tiempo no me referiré aquí a la institución de los abogados integrantes. En muchos casos, ella ha contribuido a mejorar nuestra jurisprudencia, pero también presenta serios problemas en el campo de la legitimidad.
No se trata aquí de afirmar que las personas que ejercen ese cargo no sean, en cuanto individuos, imparciales, sino que, más allá de sus méritos y virtudes, se hallan en una situación que afecta su imparcialidad.
Unos actores muy relevantes de nuestro sistema jurídico son los relatores, una figura cuyo origen se remonta al derecho castellano. Su trabajo es muy importante, pero habría que preguntarse si cuentan con los medios y con el tiempo necesario para llevarlo a cabo, porque, si no es el caso, las posibilidades de hacer justicia se verán seriamente obstaculizadas, ya que ellos son la vía que permite, en la práctica, que los jueces conozcan las causas.
Además, no sería razonable que a la gran cantidad de trabajo que ya tienen se le agregaran ciertas tareas que no están contempladas por la ley. Sería lamentable, por ejemplo, que en algún país con un sistema parecido al nuestro se encargara a los relatores la redacción de las sentencias. Por otra parte, hasta donde entiendo, las relaciones deben ser públicas. ¿Se cumple esto entre nosotros? ¿Siempre?
La mencionada necesidad de autocontrol no solo se aplica a los jueces. También los fiscales deben estar atentos para no desvirtuar el sentido de las instituciones, aunque sepan que, al hacerlo, no recibirán sanción legal alguna. Veo con preocupación, por ejemplo, cómo se ha alterado el sentido de la audiencia de formalización en el proceso penal. Ya no es una simple notificación al afectado acerca de que está sometido a una investigación; en muchos casos se ha transformado en un auténtico linchamiento público, impulsado, además, por la tendencia de los fiscales a litigar por la prensa.
Vemos en la conducta de muchos fiscales una expresión más de ese espíritu que ha afectado a la justicia chilena, que lleva a pensar que la nobleza de una causa permite pasar por encima de las leyes. No hay que olvidar, siguiendo la enseñanza socrática, que la ley es la condición de posibilidad de que existan jueces o fiscales. Si ellos no la respetan están erosionando las bases de su propia legitimidad.
He hablado de los jueces, relatores y fiscales, pero aquí me encuentro ante un destacado grupo de abogados que han decidido asociarse a un gremio porque quieren adoptar las mejores prácticas en el ejercicio de su profesión. La prensa nos ha mostrado casos que nos dejan estupefactos, pero que plantean una pregunta incómoda: ¿son esas unas situaciones únicas o simplemente se trata de las que han sido descubiertas? En el siglo XVI o XVII los corsarios que volvían a Inglaterra eran honrados o incluso ennoblecidos, pero los que resultaban capturados por los españoles terminaban sus días en una horca.
No puedo dejar de pensar en ellos cuando veo que ciertas oficinas de abogados se precian de no conocer límites, de “ir con todo” en la defensa de sus clientes, y que hacen de esa ausencia de autocontrol un elemento fundamental de su política de atracción de nuevos casos. Si algún día leyeran el Gorgias de Platón, descubrirían con horror no solo qué daño causan a Chile y sus instituciones, sino también, para su sorpresa, qué daño se causan a sí mismos.
Pero esta no es una clase de filosofía, sino una breve exposición de alguien que se dedica a observar y reflexionar sobre nuestra realidad política, y que lamenta en esta ocasión el haber debido abandonar el tono pacífico que suelen presentar sus columnas de prensa. Ante el panorama que presenta nuestra vida jurídica, no puedo menos que recordar las enseñanzas de Ernst-Wolfgang Böckenförde, un destacado jurista alemán de inspiración socialdemócrata. Él señaló hace más de medio siglo que el moderno Estado de derecho de libertades vive de supuestos que él no puede producir ni garantizar, y que consume sin posibilidades de restitución.
Las condiciones necesarias para que funcione nuestra democracia, la economía de mercado o nuestro sistema jurídico no se consiguen en la urna de votación, en una multitienda o en los códigos. Ellas vienen de afuera, de instancias familiares, religiosas o educativas, que nos enseñan que las razones para obedecer la ley no nacen de ella misma. Pero ellas han sido sistemáticamente erosionadas en las últimas décadas y tenemos un trabajo largo y difícil para restituirlas. En el fondo, se trata de fortalecer las condiciones que hacen posible el ideal de don Andrés Bello de una libertad bajo el imperio de la ley. La presencia de ustedes aquí me muestra que están dispuestos a invertir sus mejores esfuerzos para llevarlo a cabo y eso, ciertamente, es para mí un motivo de esperanza.
Joaquín García-Huidobro Correa es abogado de la Universidad de Chile, Doctor en Filosofía Doctor en Filosofía por la Universidad de Navarra, España, y Doctor en Derecho por la Universidad Austral de Buenos Aires, Argentina. Es también profesor de Ética, en el Instituto de Filosofía de la Universidad de los Andes (Chile).
El texto aquí publicado es una reproducción autorizada del discurso inaugural pronunciado por Joaquín García-Huidobro en el II Encuentro de Abogados y Abogadas 2024, organizado por el Colegio de Abogados de Chile, que tuvo lugar el jueves 14 de noviembre pasado.