Independientemente de la jurisdicción, el uso de las pelucas es un ornamento habitual entre altas magistraturas de los respectivos sistemas...
Hinterland, uno más de una larga lista de aciertos
Policías atormentados, ovejas que balan, motores que se encienden y un par de asesinatos. Esto es el Gales profundo, donde los porteños se parecen a los de cualquier parte del planeta. Buenas historias, buenos personajes, buena música. Tienes que verlo.
5 abril, 2016
-Sofía Martin L.
Seamos honestos ¿y qué es Hinterland? Tuve que googlearlo. Es un término de raíces alemanas y que se refiere a los lugares tierra adentro donde un puerto tiene influencia. Y eso es nuestro Hinterland (Y Gwyll), que transcurre en Aberystwyth, una ciudad costera en Gales —con sus caminos, cerros y bosques—, donde uno no logra entender cómo es que en algo que parece un pueblo tan re chico hay tanto crimen, incluidas guaguas perdidas, y romeos y julietas.
Pero bueno, hay pueblos en los que no pasa nada y otros en los que pasa de todo. Un todo británico lleno de erres y donde casi no se oye ese inglés cantado de las clases bajas, aunque esté lleno de trabajadores forestales, agrícolas, mecánicos y portuarios. Porque lo suyo no es la actitud pendenciera del segregado urbano, sino la peligrosidad del animal acorralado. Nombres como Gwilym, Bethan, Arwyn o Delyth nos introducen en el reino sin magia ni espadas de hombres gigantes de pelo rojizo y mujeres delgadas de tez transparente.
Frente a la naturaleza vasta se intercalan primeros planos de detalles que a veces significan algo para la trama, pero otras nada: sólo la brizna de un pastizal que ve la rueda de un auto pasar por el camino rural; una cadena oxidada; una chapa rota.
Y en plena consonancia, los personajes principales y los secundarios se comunican así: ojos abiertos, cejas arqueadas, mandíbulas apretadas, como verdaderos humanos. Muchas veces —muchísimas— sin palabras. No hay lugar para frases obvias. Si el espectador no está a la altura, que cierre la pantalla.
En un permanente invierno que nos hace recordar al Seattle de The Killing, reconocemos tres músicas: la del inicio, muy buena; la del final, para el olvido; y la que acompaña la hora y media de cada capítulo: perfecta. Con identidad, con instrumentos que conservan su individualidad, a veces con un par de acordes de piano, a veces con alguna voz de mujer.
La música, pero también el ringtone en el celular del protagonista, Tom Mathias (Richard Harrington), nos lleva al Wallander de Kenneth Branagh, al alma herida que no quiere sanar, a la soledad que no queremos abandonar, a ese destino de mierda en que nos queremos hundir, pero del que nos sacan a palos para ir a hacer algo que nadie más puede hacer.
Los resultados del trabajo de Mathias son de él y de su equipo, una potentisima Mared Rhys (Mali Harries), y unos mal aprovechados detectives Lloyd Elis (Alex Harries) y Siân Owens (Hannah Daniel), de quienes quisiéramos saberlo todo y no nos dan nada. Bueno, sí, algunas migajas al final de la segunda temporada.
Con su intuición, con una mirada global, con una estilosa camiseta oscura debajo de su camisa slim fit, Mathias y sus ojos tristes y su frente arrugada y sus puños a punto de golpear, van observando las evidencias que los equipos de investigación forense le dejan perfectamente marcadas. Todo es y está como debe ser y estar. Y cuando no… es ahí cuando los cerebros de DCI Mathias o DI Rhys lanzan destellos de comprensión y logran resultados. Pero sin efectismos.
Recomendable serie de policías disponible en Netflix, tan recomendable como Happy Valley.
¿Lo raro? Los abogados son unos extras sentados en la mesa de interrogatorios junto al testigo o sospechoso. No hablan, no miran, no importan.