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jueves, 25 de abril de 2024

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Deo Auctore. El poder de Dios y los emperadores

“No es de extrañar que el derecho romano y la cristianización del Imperio corriesen por caminos separados, toda vez que el cristianismo ofrecía un camino de salvación de las almas y de regeneración moral, mientras que el Imperio se ocupaba del orden terreno”.

Carlos Amunátegui - 29 septiembre, 2020

Carlos Amunátegui Perelló

En cierto sentido, puede decirse que el cristianismo tuvo una influencia sólo superficial en derecho romano. En verdad, y a pesar de la propaganda oficial y los privilegios que terminó por darse a la Iglesia, la cristianización del Imperio fue sólo superficial. Pueden citarse como algunos ejemplos de ella cuestiones accesorias, como la prohibición de la crucifixión (Aul. Vict. Caes 41.4), la limitación de los divorcios (C.Th. 3.16.1; C.5.17.8) y el descanso dominical (Juan Malalas 14.39).

No es de extrañar que el derecho romano y la cristianización del Imperio corriesen por caminos separados, toda vez que el cristianismo ofrecía un camino de salvación de las almas y de regeneración moral, mientras que el Imperio se ocupaba del orden terreno. Parafraseando a San Agustín, eran dos ciudades independientes, la espiritual y la terrena, que se desarrollaban separadamente la una de la otra. Los cristianos habitaban la ciudad terrena, pero pertenecían a la divina. Ahora bien, durante el reinado de Teodosio el Grande (380 AD), la constitución Cunctos Populos vino a declarar la unidad del mundo cristiano y romano (C.1.1.1), siendo, de ahora en adelante, la romanidad sinónimo de la cristiandad. Tal unidad iba a tener consecuencias en el mundo del poder.

Hasta mediados del siglo V, los elementos propios de la cristiandad eran ajenos a la asunción del poder por parte de los emperadores romanos. Su ascenso podía estar ligado a su antecesor, usualmente bajo la figura del cogobierno en sus últimos años, como Augusto había hecho con Tiberio o Justino con Justiniano; con la aprobación formal del Senado y con la entrega del poder imperial por parte del pueblo a través de una suerte de ley ficticia llamada lex de imperio.

En este sentido, el emperador actuaba senatus populesque romanus, por el senado y pueblo de Roma. También podía suceder que fuese el propio poder militar, el ejército mismo, quien proclamase al emperador, y en tal caso, si el Senado favorecía a un candidato, mientras que el ejército a otro, la guerra civil era probable, aunque terminado el conflicto, el ganador solía asegurarse la aprobación formal senatorial. En pocas palabras, el emperador obtenía el poder de la ciudad, del ámbito estrictamente civil, y aunque podía ser divinizado al terminar sus días, en principio su poder no tenía tintes religiosos.

No obstante, la unificación de la romanidad con la cristiandad comenzó a tener consecuencias en el mundo jurídico al poco andar. Hacia mediados del siglo V, León I fue el primer emperador en ser consagrado por una autoridad cristiana, en concreto el patriarca constantinopolitano Anatolio (Theoph. Chron. AM 5962), que lo convierte en el primer emperador propiamente cristiano. El cristianismo se había infiltrado en la ideología del poder tardo-imperial y, con él, la unidad entre las ciudades de Dios y de los hombres acababa de establecerse.

El siglo V fue un período convulso, de cismas y concilios, donde el derrumbe de la autoridad imperial occidental impidió una reacción enérgica de los emperadores para restablecer su poder. Así, mientras la mitad occidental del imperio se desarticulaba, la oriental intentaba mantenerse al margen y reestructurarse. Fue en este contexto que el Papa Gelasio (494 AD) escribe al emperador Anastasio su célebre carta Famuli vestrae pietatis, donde por primera vez se enuncia la doctrina de los dos poderes, la potestas temporal, a cargo del emperador, y la auctoritas espiritual, propia del papado, de donde deriva toda fuerza civil (Ep. 8, PL 59:41–47).

El poder imperial estaba bajo asedio, y las complicaciones de la política religiosa imperial, que terminan por escindir a los cristianos de comienzos del siglo VI con el cisma Acaciano. El mismo Anastasio termina por exclamar en una carta dirigida al papa Hormisdas (517 AD): ¡Puedes injuriarme, puedes anularme, pero no mandarme! (“Iniuriari et adnullari sustinere possumus, iuberi non possumus” Collectio Avellana, lit. 138.5).

Finalmente, será Justiniano quien dé una respuesta sólida a las pretensiones de supremacía papal mediante un acto legislativo de tal magnitud, que resonará por los siglos hasta nuestra propia configuración jurídico-política. El emperador ordenó mediante constitución imperial la compilación del Digesto, por la que ordena al cuestor de palacio, Triboniano, la reunión de los más relevantes fragmentos de jurisprudencia del pasado para realizar una de las obras que más ha influido en la vida jurídica occidental. La constitución comienza con las siguientes palabras: Con la autoridad de Dios, nosotros gobernamos este imperio, que nos ha sido entregada por la majestad celeste. Es decir, el poder no deriva del papado, ni reconoce intermediario alguno entre Justiniano y Dios. Es el emperador un autócrata, que genera en sí mismo su propio poder, separado totalmente del clero y de su autoridad espiritual. La diadema imperial cae del cielo en la cabeza de Justiniano, no de manos de la Iglesia.

No es de extrañar que un texto, que negaba a la Iglesia el poder de intervenir en el mundo político desapareciese misteriosamente de la esfera pública, hasta borrarse de la consciencia occidental por los próximos cinco siglos. En el intertanto, cuando la autoridad imperial se restablece en Occidente en la persona de Carlomagno, éste es coronado emperador por el papa en la navidad del año 800 por sorpresa, declarando Carlomagno al salir de la ceremonia que si él hubiese sabido lo que iba a pasar, no hubiese entrado en la iglesia (Einhard, Vita Caroli Magni 28). Y claro, de aquí en adelante, la autoridad imperial estará sujeta al papado, que hábilmente ha sabido anular el viejo Deo auctore en favor de la doctrina de las dos espadas. En este contexto, se explica mejor el acto de Napoleón, que antes que aceptar la coronación papal, arranca de manos del papa Pío VII la corona y se la autoimpone, siguiendo la tradición justinianea.
 

Carlos Amunátegui Perelló es doctor en Derecho patrimonial por la Universidad Pompeu Fabra, profesor en la Universidad Católica de Chile y profesor visitante en las universidades de Osaka y Columbia. Recientemente publicó el libro Arcana technicae, Derecho e Inteligencia Artificial (Tirant Lo Blanch, 2020).

 
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