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Compliance: el desafío de transformar reglas en comportamientos

“El panorama de la región merece un comentario especial: Argentina, Perú, Colombia y Brasil han promulgado leyes recientemente para establecer la eventual responsabilidad penal o administrativa de las entidades legales…”

Patricio Véliz - 18 abril, 2018

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Patricio Véliz Möller

Recientemente Transparencia Internacional ha entregado su reporte correspondiente al año 2017, sobre percepción de la corrupción en instituciones públicas, confirmando el aumento de la misma en valores agregados, pese a los esfuerzos que se vienen desplegando para su prevención.

Muy probablemente esta percepción tiene mucho que ver con la “hiperconectividad” de nuestra sociedad, que otorga menos espacios al secretismo y la corrupción. En tal sentido, no es extraño que Transparencia Internacional plantee la existencia de una correlación entre la corrupción y la falta de libertades de expresión, acceso a la información y participación ciudadana en varias naciones.

En la medición de 2017, Chile bajó tres posiciones relativas en este ranking (del lugar 23 al 26), sin embargo, lo cierto es que mejoró el score del año anterior (66 a 67 puntos), aspecto que resulta ser el más relevante de la medición, más allá de que lo primero confirma que otros países nos han ido superando por sus mayores esfuerzos en estas materias.

El panorama de la región merece un comentario especial: Argentina, Perú, Colombia y Brasil han promulgado leyes recientemente para establecer la eventual responsabilidad penal o administrativa de las entidades legales en algunas acciones criminales y promover la creación de modelos de prevención de delitos (también llamados modelos de integridad).

El enfoque principal de estas leyes apunta a la persecución del soborno en transacciones comerciales internacionales, el lavado de activos, el financiamiento del terrorismo, el enriquecimiento ilícito, falsedades en balances, entre otros.

Al igual que Chile lo hizo ya en 2009, con la dictación de la ley 20.393, estos países buscan cumplir, entre otras, con las regulaciones de la Convención de la OECD de 1997, contra el soborno a funcionarios públicos en transacciones internacionales.

La experiencia demuestra, sin embargo, que el desafío mayor consiste en que estas reglas se transformen efectivamente en los comportamientos esperados.

El foco de la gestión moderna debe estar en construir una cultura basada en valores y la emisión de reglas es solo el primer paso para lograrlo.

La experiencia de Chile es muy valiosa para el resto de la región, particularmente por lo difícil que ha resultado internalizar esta mirada. Dictar una normativa que promueve conductas de prevención y transparencia, evidentemente no se agota en el acto de promulgarlas. Lo verdaderamente relevante es lograr que esta se cumpla y no solo formalmente.

Para esto es necesario que las empresas visualicen los beneficios que la ética y las buenas prácticas pueden reportar al negocio y que un buen programa de compliance, más allá de evitar potenciales sanciones constituye una oportunidad de crear una cultura basada en valores, lo que tiene relevancia económica en el mercado de hoy, fuertemente influido por el impacto reputacional de las malas prácticas.

Es deseable en esto un rol muy claro del regulador, tanto en lo que atañe a la definición de los estándares de un buen programa de compliance, como en la definición de los criterios para la evaluación de su efectividad.

Igualmente fundamental resulta el rol de quienes son los llamados a perseguir la responsabilidad penal o administrativa de las empresas frente a la falta de ejercicio del rol de dirección y supervisión que les ha transferido el Estado para la prevención de delitos. Sin una actuación decidida de estos órganos, no se logrará el denominado “enforcement” o efectiva aplicación de la ley, transformándose esta en letra muerta.

Entonces, no debiera inquietarnos demasiado el que las recientes legislaciones regionales pongan énfasis en distintos elementos para la creación de una cultura de ética y cumplimiento al interior de las organizaciones. Lo cierto es que, en mayor o menor grado, todas ellas se visualizan funcionales para crear un modelo o programa de integridad.

Lo que sí debiera preocuparnos es que no exista un regulador claro que entregue lineamientos a las empresas, mediante su reglamentación y comportamiento, en torno a la estándares y medición de la efectividad de estos programas preventivos de delitos, aspecto clave que se juega con posterioridad a la dictación de la normativa legal.

En fin, está por verse si todas estas iniciativas legislativas y el entorno llamado a su mejor y efectiva aplicación, logran su objetivo, transformar las reglas contenidas en la norma en las conductas o comportamientos esperados.

 
* Patricio Véliz Möller es abogado UC, Máster en Derecho de Empresa de la U. de los Andes y es Compliance Officer Metro de Santiago.

 

(*) Pasajes de esta columna corresponden a una exposición del autor realizada en Buenos Aires, Argentina, en febrero de 2018, ante el “Anticorruption Working Group (ACWG)”, en el marco de la reunión del Grupo de los 20 o “G20” y de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico “OECD”.

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