"No puedo dejar de pensar en ellos cuando veo que ciertas oficinas de abogados se precian de no conocer límites,...
Cómo redactar un contrato: problemas prácticos (II)
“Hoy el problema proviene principalmente de las asimetrías de información que existen entre el mandante y el mandatario. En estos términos, una obligación de ceñirse “estrictamente a las instrucciones del mandante” puede perder su sentido original de protección, si el mandante no tiene información suficiente que le permita comprender el alcance (y especialmente, las consecuencias) de las instrucciones que está impartiendo”.
Pablo Cornejo - 30 enero, 2024
En una pasada columna nos referimos a la tragedia de Titono para ilustrar una cuestión básica al redactar cualquier contrato: independiente del rol que pueda tener la buena fe, si existe un aspecto clave o determinante en el contrato que quiero celebrar debo tener el cuidado de que dicho derecho o facultad quede expresa e inequívocamente comprendida en su texto.
La función didáctica de este mito puede extenderse hacia un segundo problema. Mal que mal, es muy probable que Eos hubiese sido más cuidadosa si las consecuencias del regalo que estaba pidiendo las hubiese experimentado ella misma y no Titono, lo que se explica por nuestra tendencia a cuidar mejor lo propio que lo ajeno. Esta constatación —que se sostiene en la existencia de incentivos para el actuar diligente cuando seamos los directos afectados por nuestras decisiones— da lugar a lo que en economía se denominan problemas de agencia y estarán presentes cada vez que un tercero (eg. un abogado) deba intervenir en la negociación de un contrato ajeno.
Como lo demuestra el propio mito, la existencia de estos problemas son muy antiguos. Por lo mismo, no es de extrañar que el Código Civil chileno contemple reglas que pueden ser interpretadas en el sentido de prevenir problemas de agencia. Es lo que ocurre, por ejemplo, con la obligación que tiene el mandatario de ceñirse “rigorosamente a los términos del mandato” (art. 2131). La existencia de esta obligación es concordante con el hecho que el mandatario obre “por cuenta y riesgo” de su mandante (art. 2116) —lo que implica que será este quien soporte las consecuencias del actuar del mandatario— y solo reconoce como excepción la facultad que tiene el mandatario de aprovechar de las circunstancias para ejecutar su encargo con mayor beneficio o menor gravamen para su mandante (art. 2147).
Por el contrario, si el mandante negocia con menor beneficio o más gravamen, debe hacerse responsable del perjuicio que le ocasione a su mandante (art. 2147), pues la regla es que ante circunstancias que le impidan cumplir con las instrucciones debe abstenerse de cumplir con el encargo cuya ejecución devino perjudicial para el mandante (art. 2149) y limitarse a tomar aquellas conservativas (art. 2150).
Estas reglas están bien orientadas y permiten desarrollar soluciones correctas a los problemas de agencia, pues reconocen como principio que debe prevalecer la opinión de quien está exponiendo su patrimonio al momento de definirse cuál será el contenido del negocio. Y esto es correcto, pues quien soporte la pérdida o ganancia es quien tiene un incentivo para actuar de una forma más diligente. En términos prácticos, la opinión que pueda tener el abogado —que no soportará las consecuencias del negocio—, por más bien intencionada y experta que sea en el ámbito legal, no puede imponerse sobre la opinión de su cliente. Lo anterior, en el obvio entendido de que la celebración del contrato en cuestión no implique la comisión de un delito.
Sin embargo, aunque bien orientadas, estas reglas son insuficientes para resolver los problemas que pueden darse en el contexto de la relación abogado-cliente cuando se está negociando un contrato. Y en gran medida la razón que explica esa insuficiencia es evidente: mientras que en el contexto del Código el gran riesgo que existía en relación con la autonomía del mandante era el carácter poco fluido de las comunicaciones —que le impedía poder volver en forma expedita por nuevas instrucciones hacia su mandante—, hoy el problema proviene principalmente de las asimetrías de información que existen entre el mandante y el mandatario.
En estos términos, una obligación de ceñirse “estrictamente a las instrucciones del mandante” puede perder su sentido original de protección, si el mandante no tiene información suficiente que le permita comprender el alcance (y especialmente, las consecuencias) de las instrucciones que está impartiendo, o cuando la asimetría entre las partes es tan relevante que es derechamente el abogado quien está reemplazando al cliente como tomador de decisiones.
Frente a esta circunstancia, resulta necesario complementar las obligaciones del abogado, quien razonablemente dentro de la relación de confianza que lo vincula con su mandante, no solo estará obligado a seguir las instrucciones que le imparta en la negociación del contrato, sino que también estará obligado a proporcionarle información completa, precisa y, especialmente, entendible, acerca del contenido del contrato y del alcance legal de las cláusulas que se pretende incorporar.
Así, si bien quien deberá tomar las decisiones que afecten su interés es el cliente, el abogado deberá primero asistirlo para que comprenda correcta y cabalmente el alcance de sus decisiones, proporcionándole información que le permita reflejar de una mejor forma en un texto legal aquello que lo lleva a negociar el contrato, y luego deberá cuidar que esas decisiones adoptadas por el cliente queden adecuadamente comprendidas dentro del contrato negociado.
Lo anteriormente expuesto implica que el abogado no solo debe asistir al cliente en la redacción del contrato, sino también hasta cierto punto “empoderarlo” en relación con la toma de decisiones. Y este ejercicio puede en la práctica ser problemático, pues el abogado, como agente experto, puede sentir que su posición dentro de la relación contractual está siendo sobrepasada. Si bien la solución más inmediata es reconocer que los abogados actuamos como asistentes o facilitadores, y que velamos por intereses ajenos, es importante tener presente que el abogado cuenta —al menos— con dos salidas legales para casos como ese.
En el peor de los casos, si existe una grave discrepancia acerca de la manera en que debe conducirse la negociación o celebrarse el contrato, el abogado podrá salvar su responsabilidad profesional informando al cliente las consecuencias que tiene el curso de acción tomado y pidiéndole confirmación de aquellas instrucciones que pueden resultar problemáticas. En este primer caso, lo ideal es que todas estas comunicaciones se efectúen por escrito, pues es la forma en que, en caso de existir una controversia futura entre mandante y mandatario, el abogado podrá acreditar que cumplió debidamente con su obligación de informar y que expuso las que responsablemente consideró eran las consecuencias legales de la ejecución del encargo, en los términos pedidos por el mandante.
Y finalmente, en aquel caso en que el abogado derechamente no esté dispuesto a continuar representando los intereses de un cliente especialmente terco u obtuso, siempre estará la alternativa de renunciar al encargo, evento en el cual el abogado deberá informar su renuncia a su cliente, tomar aquellas providencias necesarias para evitar que el interés del mandante se vea afectado e informar cuál es el estado en que deja la gestión. Esto último es una alternativa especialmente válida cuando el abogado puede ver comprometida su reputación profesional por continuar representando los intereses de su cliente.
*Pablo Cornejo es profesor de la Clínica Especializada de Actos y Contratos en la Universidad de Chile.
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