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Cíborgs y neuroderechos: luces y sombras de la inteligencia artificial
«Una de las razones por las que la inteligencia artificial atrae nuestra atención es la impredictibilidad de sus usos. Ignoramos los límites de su potencial expansión y es eso mismo lo que mantiene con vida la eterna promesa de que algún día existirán máquinas con consciencia de sí mismas o con una inteligencia superior a la nuestra».
Nathalie Walker - 21 abril, 2021
La inteligencia artificial está suscitando un gran interés que traspasa el umbral de la comunidad científica. El concepto ya se utiliza con propiedad en la prensa mundial y, casi a diario, podemos informarnos de los múltiples y vertiginosos avances que experimenta en diversos ámbitos.
La inteligencia artificial está presente en nuestros hogares (domótica), se emplea en la contratación de personas (revisión de currículos), en el ámbito bancario (otorgamiento de créditos), en el transporte (conducción automatizada), en el denominado “criptoarte” (a través de NFT o tokens no fungibles, que permiten proteger la integridad y autoría de una obra digital), en la medicina (operaciones quirúrgicas asistidas por robots) y un largo etcétera.
Una de las razones por las que la inteligencia artificial atrae nuestra atención es la impredictibilidad de sus usos. Ignoramos los límites de su potencial expansión y es eso mismo lo que mantiene con vida la eterna promesa de que algún día existirán máquinas con consciencia de sí mismas o con una inteligencia superior a la nuestra.
Esta última idea es muy discutida entre los científicos y expertos en la materia. Algunos se muestran escépticos ante la posibilidad de que existan máquinas que alcancen una “superinteligencia”, mientras que, para otros, es solo una cosa de tiempo e ingenio. En cualquier caso, es innegable que los avances experimentados en la materia son, en muchos casos, sencillamente asombrosos.
Las mejoras introducidas en el campo de la medicina, por ejemplo, han cambiado la vida de miles de personas, quienes, gracias a la ayuda de diversas prótesis y órtesis, pueden realizar funciones vitales que, de no mediar esas ayudas, no se verificarían o se harían en forma muy limitada o gravosa. Es la especie de prodigio que ha operado en los denominados cíborgs (del inglés cyborg, palabra que resulta de la unión de los términos cybernetic y organism) o sujetos humanos mejorados.
Para comprender a cabalidad qué es un cíborg se requiere un poco de contexto. El término cíborg fue empleado por primera vez para describir a aquel individuo modificado para mejorar su adaptación al espacio exterior (“The cyborg study”, de Manfred Clynes y Nathan Kline, 1963). El objetivo perseguido en ese entonces era reducir la demanda del metabolismo de las personas que debían trabajar en el espacio, lo que redundó en la idea de cíborg como una integración del hombre y la computadora, por medio de la automatización. Dicha concepción apuntaba, por tanto, a un “humano mejorado” (enhanced human), un viajero Interespacial integrado con su nave, ayudado por mecanismos para controlar sus variables fisiológicas y, en consecuencia, capaz de sobrevivir en ambientes extraterrestres y de soportar las múltiples adversidades que pudiesen existir del espacio exterior (Sábada, Cyborg. Sueños y pesadillas de las tecnologías, 2011).
Producto de la evolución de los objetivos perseguidos y de las tecnologías desarrolladas, el concepto cíborg que utilizamos en la actualidad es distinto y su sello distintivo radica en que el cíborg ha sido humanizado. En palabras simples, hoy en día el cíborg es un ser humano cualquiera, pero intervenido por la tecnología. En este nuevo sentido, usted y yo podemos ser cíborgs en tanto recibimos la ayuda de dispositivos tecnológicos para suplir, mejorar o aumentar la funcionalidad de nuestro cuerpo.
En línea con la nueva noción de cíborg –como sujeto humano mejorado– podemos encontrar tres tipos de sujetos: el cíborg de reparación, el de mejora y el mixto (que es una mezcla de los otros dos). El sujeto cíborg de reparación es una persona que tiene alguna función fisiológica reestablecida mediante un dispositivo electrónico que ha sido implementado en su organismo. Por otro lado, tenemos el sujeto cíborg de mejora, cuyas funciones fisiológicas son mejoradas o potenciadas por un mecanismo o dispositivo electrónico implementado en su organismo. En este caso, el sujeto busca potenciar alguna función de su cuerpo que ya existe o añadir funciones que no tiene (Camacho, “La subjetividad ‘cyborg’”, en Inteligencia artificial. Tecnología y Derecho, 2017).
Un ejemplo de la primera categoría –de cíborg de mejora– viene dado por el desarrollo de neurotecnologías tales como la estimulación cerebral profunda (ECP), que es un tratamiento invasivo pero eficaz para trastornos de movimiento, como el Parkinson, la distonía y el temblor esencial. En esos trastornos, la severidad de los síntomas del paciente se debe a una actividad neuronal rítmica que se verifica en forma excesiva y descontrolada. Aquí, la ECP opera mediante la implantación de electrodos y la estimulación con señales eléctricas de alta frecuencia en ciertas zonas específicas del encéfalo, con la finalidad de suprimir esa actividad rítmica (Borbón, Borbón y Laverde, “Análisis crítico de los NeuroDerechos Humanos al libre albedrío y al acceso equitativo a tecnologías de mejora”, Ius et Scientia Vol. 6 Nº2, 2020).
A mayor abundamiento, los casos hasta ahora documentados por la ciencia no se reducen sólo a condiciones físicas del sujeto. En efecto, aquí encontramos, a modo ejemplar, el hito alcanzado el año 2008 con un exitoso implante cerebral realizado en la Universidad de Boston, Massachusetts, que logró que un paciente mudo pudiese “hablar”. La técnica empleada consistió en el implante de un microchip en el cerebro, que recogía las señales nerviosas asociadas al habla y las procesaba, mediante un sintetizador de voz electrónica. De tal manera que, mediante técnicas de resonancia magnética se lograba identificar las zonas cerebrales del paciente que se estimulaban cuando trataba de vocalizar o cuando pensaba en sonidos.
La proyección del afán de mejora y perfeccionamiento del cuerpo humano a través de la figura del cíborg plantea múltiples aristas de estudio, muchas de las cuales recién comienzan perfilarse. Para la doctrina más pesimista en sus proyecciones, el ser humano se ha convertido en un verdadero laboratorio de experimentación, un pobre clon de sí mismo, que, en vez de carne es un remedo de cable y latón. Personalmente, me apunto en el grupo de quienes pensamos que el cíborg constituye una elegante conjunción y síntesis de lo orgánico y lo inorgánico.
Pero, sea cual sea la apreciación que uno pueda hacerse de los avances en esta materia, existe una genuina preocupación por los límites éticos que puedan sobrepasarse en la experimentación científica. Y hablo de límites éticos, porque los límites legales o bien son inexistentes –en ciertos casos– o son difusos en otros. Al tratarse de áreas de reciente desarrollo a nivel mundial son muy pocos aún los avances legislativos o de soft law.
Pese a las innegables ventajas en la mejora de la calidad de vida de las personas, la implantación de dispositivos tecnológicos en el cerebro de seres humanos ha suscitado una gran preocupación en la comunidad científica. En este ámbito, destaca el trabajo del científico Rafael Yuste, quien, desde la Universidad de Columbia, lidera el proyecto “Brain”, que advierte sobre las potenciales amenazas que la tecnología puede introducir en la privacidad y libertad de los seres humanos. Esa investigación ha influenciado un reciente proyecto de ley, presentado en Chile, para regular los denominados “neuroderechos” y que se publicita como la iniciativa legal que podría hacer de Chile el primer país en proteger los datos cerebrales (Boletín Nº13.828-19).
El artículo 2 letra D) del mencionado proyecto concibe a los neuroderechos como: “nuevos derechos humanos que protegen la privacidad e integridad mental y psíquica, tanto consciente como inconsciente, de las personas del uso abusivo de neurotecnologías”. Si bien se puede discutir la real necesidad de la propuesta —¿por qué los neuroderechos deberían configurarse como nuevos derechos –y, además, como derechos humanos– si ya existe una protección constitucional de la libertad y la vida privada?—, me parece destacable la preocupación por el establecimiento de límites jurídicos específicos en estas materias tan delicadas, en atención a que inciden en aspectos críticos de la experiencia vital de las personas.
En el ámbito de la implantación de dispositivos tecnológicos en el cuerpo de las personas –así como en tantos otros vinculados a la aplicación de inteligencia artificial– queda aún mucho paño que cortar, pero la preocupación y, sobre todo, el interés que está generando en los investigadores y en la ciudadanía en general son una buena señal de que es posible avanzar en el desarrollo científico y tecnológico sin olvidar el respeto a la dignidad y los derechos de las personas.
* Nathalie Walker Silva es abogada, doctora en Derecho por la Pontificia Universidad Católica de Chile, profesora de Derecho Civil en la Universidad Andrés Bello y socia en la consultora Inteligencia Sur.
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